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20 marzo 2024

El Restaurante

 

«Help, I'm still at the restaurant

Still sitting in a corner I haunt

Cross-legged in the dim light

They say, "What a sad sight."»

Right where you left me, Taylor Swift



Cada vez que veía el reloj sobre el mostrador, pensaba en lo sencillo que era. Por culpa de las caricaturas y sus diseños de relojes  cucú tan peculiares, un reloj que no sonara cuando cambiaba la hora me parecía simple y aburrido. Así que, con la manecilla marcando las ocho en punto, y sin haber escuchado alguna melodía que acompañase a la nueva hora, la decepción se hizo presente. Todavía quedaban unas pocas horas de mi jornada y llega un momento del día en el que limpiar mesas y recoger los platos de los comensales se vuelven actividades monótonas. Fue entonces cuando la campanilla de entrada repicó.

La puerta se abrió lentamente y la atravesó una mujer que visitaba regularmente el comedor. En mi opinión, era una mujer hermosa. A pesar de estar ya entrada en años, había algo delicado en su apariencia que me parecía hipnótico. Eso y lo rutinarias que eran sus visitas. Honestamente, no me había percatado de que el calendario marcaba la fecha de sus llegadas: 27. Cada mes, sin falta, esta mujer llegaba al restaurante y se sentaba a la mesa. No decía mucho: ordenaba algún café, después de un tiempo considerable pedía la cuenta, la pagaba, agradecía el servicio y se retiraba poco antes de las diez. Mis compañeros no tenían problemas con atenderla, pues la consideraban un comensal fácil de lidiar, pero nadie lo disfrutaba. Todos comentaban que sentían un aire de tristeza y pesadez cuando se acercaban a su mesa, así que la interacción con la mujer era mínima. Ella, por su parte, solo permanecía contemplando a la nada durante toda su estadía. Ocasionalmente tomaba un sorbo de su bebida o miraba a un lugar distinto antes de que sus ojos vieran a algún punto lejano en su interior, pero no hacía más. Y cada 27 estaba yo ahí, observándola y preguntándome qué era lo que realmente pensaba con tanto ahínco. Era una vista triste, no había otra manera de explicarlo. 

Después de que la mesera le llevara su bebida y la mujer comenzara su ritual, me descubrí viéndola con más atención que de costumbre. Noté las arrugas de su cara, rastro de lo que podría ser una carismática sonrisa que pudo haber enamorado a más de uno. Me percaté de las distintas tonalidades presentes en su abultada ―y algo despeinada― cabellera. Percibí cómo su labial había sido colocado con una precisión impresionante y lo bien que resaltaba la forma de sus labios. Y fue entonces también cuando me di cuenta de que sus ojos se humedecían cada vez más. ¿Qué significará para ella estar ahí sentada, como cada mes, viendo la vida pasar? ¿Tendrá arrepentimientos, el corazón roto o un sueño que no podrá cumplir? ¿Tendrá simplemente una alergia molesta que le irritaba los ojos? No lo sabía.

El tiempo pasó y el deber inevitablemente interrumpió mi trabajo de observación: mesas por limpiar, pedidos por entregar y otros comensales que atender me privaron de contemplar a la mujer que parecía esperar. Sin embargo, esta vez quise hacer algo diferente. Antes de que ella se fuera, quería hablarle, quería saber qué era para ella este ritual. No era de mi incumbencia, en lo absoluto, pero su rutinaria presencia era un misterio para mí. Le pedí a su mesera que me permitiera llevar la cuenta cuando fuera solicitada, a lo que accedió sin problema, no sin antes mirarme con un poco de duda y, tal vez, burla. Miré el reloj: 09:40 p.m., ya no faltaba mucho, así que estuve al pendiente para cuando mi compañera me llamara.

A las 09:49 p.m., la mujer miró a su mesera, alzó su mano y firmó el aire. Unos segundos después pude escuchar cómo su ticket estaba siendo impreso. Corrí al mostrador con el portacuentas en mano, tomé el papel y caminé hacia la mesa. El estómago se hacía un nudo más tenso con cada paso y mi corazón se aceleró conforme más cerca estaba de mi destino. Formulé mil y una preguntas en mi cabeza y buscaba la mejor opción. Este era mi momento, hoy era el día en el que descubriría el misterio de la mujer que llegaba a las ocho. Respiré hondo antes de llegar, extendí el brazo para entregarle la cuenta y fue entonces cuando nos miramos fija y directamente. 

No puedo explicar qué fue. Su mirada, humedecida por las lágrimas que seguramente derramó durante su estancia, expresó una emoción tan nostálgica y anhelante, que incluso yo, una persona cuya empatía brilla por su ausencia, comprendí. Justo en el momento en el que nuestros ojos se encontraron, cuando por fin vi esos hermosos ojos, sentí una presión en el pecho inmensa que redujo mi ser y me transportó a su emoción. Podía jurar que sentí lo que ella sentía en ese momento: la tristeza, la desesperanza, la angustia, el dolor… todo espolvoreado con pizcas de anhelo vacío, de fe ciega, de un optimismo casi infantil que no lograban equipararse a los sentimientos que intentaban cubrir. Lo peor de todo fue que la mujer no dejó de sonreír cuando tomó su cuenta de mi paralizada mano y dejó el dinero. Necesitaba cambio, así que, sin decir nada, recibí el pago y fui a la caja.

Me impresionó el caos en el que me convirtió en una fracción de segundo. Ni siquiera supe qué decir. No pude hacer las preguntas que rondaron mi mente durante su visita. Ahora, y a punto de irse por 30 días más, no tuve mejor idea que dejarle una nota. Tomé un trozo de papel y una pluma, escribí una breve línea y doblé la hoja por la mitad. Junto con el cambio, caminé hacia la mujer y dejé ambas cosas sobre su mesa. Sonreí como pude y huí a la parte trasera del local, esperando que se fuera. Ni siquiera me aseguré de que leyera mi mensaje; simplemente me fui.

Pasaron varios minutos antes de que tomara el valor suficiente para volver. El reloj ya marcaba las diez con cinco, por lo que era seguro que la mujer ya no estuviera. Cuando regresé al comedor, la mesera se acercó, extendió su mano y me dio una nota. La mujer, antes de irse, se la entregó a mi compañera y le pidió que me la diera. En el papel, con una caligrafía propia de una dama, se podía leer un conciso: “Gracias”, amable y cordial. Como no esperaba recibir una respuesta, simplemente sonreí y guardé la nota en mi bolsillo. En treinta días la volveré a ver, no sé por cuánto tiempo más, pero estaré justo aquí esperando verla como cada 27.