Las tiendas abarrotadas, los
molestos villancicos y las figurillas de Santa Claus o de hombres de nieve me
recordaban que iba tarde a la cena navideña. No es mi culpa haber olvidado
comprar el regalo… O quizá sí, mi memoria nunca destacó por ser buena, de todos
modos. Empujé a un par de niños latosos, a una ancianita lenta y a una mujer gritona
para poder llegar al mostrador y comprar el collar que tanto me gustó para
ella. Feliz Navidad, dijo el joven
que me atendió, pero no le contesté.
Odiaba
la Navidad. Odiaba comprar los regalos y los decorativos navideños. Odiaba los
villancicos y el frío que acompañaba a las fechas decembrinas. Mis amigos
decían que los fantasmas de Scrooge me visitarían algún día, pero las visitas
me desagradan más que la Navidad misma.
No,
no es que estuviera amargado, es sólo que no me gustaba el mes de diciembre.
Era la racha final del año cuando todos se detenían a recordar sus mejores y
peores momentos del año; cuando se proponían cosas nuevas para el año
siguiente; cuando olvidaban todo por unos momentos y sólo se disponían a
celebrar con sus amigos y familia, comiendo mucho y abriendo regalos.
¿Realmente lo valía? ¿De verdad sólo importa estar en familia a pesar de todo
lo demás? ¿Es todo amor y perdón en la época navideña? Lo dudo mucho. Como sea,
lo que los demás hagan no es mi problema.
Llegué
a mi casa después de quejarme todavía más durante el camino de regreso. Encendí
la televisión y sólo había películas navideñas, así que la apagué y decidí
poner música de fondo. Preparé la mesa y quedó preciosa, le di los últimos
toques a la comida y la serví. Encendí un par de velas que adornaban la mesa y
serví el vino en las copas que usaba en fechas especiales. Me di una ducha
rápida y me puse el traje que me había regalado mi esposa hace unos años. Todo
estaba listo.
Me
senté a la mesa y le di un sorbo a mi bebida. Jugueteé con la copa en mi mano
mientras observaba la silla de enfrente. Estaba vacía, tal y como lo ha estado los
últimos años de mi vida. Me fue imposible contener las lágrimas y rompí a
llorar. La extrañaba. Quería hablar con ella una última vez.
Nunca pudimos despedirnos y nunca le dije lo mucho que amaba estar con ella.
Sólo se fue. Me la quitaron, mejor dicho.
Tomé
el portarretratos que tenía mi foto favorita de ella y lo puse en la mesa, quería
que me acompañara durante la cena. Comí un poco, pues ya había perdido el
apetito, y le platiqué sobre el último año. Le conté de mi nuevo trabajo, de
cómo mi mejor amiga se casó con el hombre que amaba, del éxito que tuvieron las
pinturas de su mamá… Incluso le platiqué de la mujer que me invitó a salir hace
poco. No me dijo nada, claro, pero casi pude escucharla regañándome. No es como
que hubiese aceptado su invitación. No era ella.
Terminé
mi cena y miré su fotografía de nuevo. Era perfecta, cada parte de ella. Sus
ojos, su sonrisa, su cabello, su mirada, su figura. Era una diosa y había sido
mía. La extrañaba tanto y no podía esperar a verla de nuevo.
Me
senté en el sillón donde solíamos ver películas juntos y puse esa vieja canción
que tocaron el día de nuestra boda. Puse la fotografía junto a mí y cerré los
ojos un momento. Suspiré y saqué una navaja de mi bolsillo. Un par de cortes en
las muñecas, un desastre color rojo y estaría con ella para siempre.
-Feliz Navidad, mi amor, llegaré a tiempo para dormir junto a
ti.