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20 diciembre 2021

Somos ajenos

Como de costumbre, pasaba ya el cuarto de hora cuando vi su coche acercarse. Mientras se estacionaba cautelosamente, pude notar los ojos nerviosos de la conductora, así como una mueca en sus labios que intentaba ser una sonrisa. Ella sabía que yo estaba impaciente, así que seguramente estaba buscando excusas para justificar su retraso.

         En cuanto bajó del coche, intentó decir algo, mas sus palabras se silenciaron en el momento en el que la besé. Fue un beso tierno, un poco picante, como tanto le gustaban. En cuanto nos separamos, y para ahorrarle las excusas , enuncié que estaba acostumbrado a su impuntualidad. Ella sonrió y se ruborizó ligeramente. “Perdón”, fue todo lo que logró decir.

         Nuestro encuentro fue el habitual. La ropa voló por la habitación en cuanto la puerta se cerró detrás de nosotros, y el calor y la pasión nos mantuvieron cálidos. Nuestra danza ya no requería de indicaciones, pues ambos conocíamos bien nuestros gustos: un beso por aquí, una caricia por allá… Nuestra sincronización podía ser envidiada por clavadistas y nadadores, pues se había logrado con la mínima práctica y era digna de un diez perfecto otorgado por un jurado imaginario. Después del clímax, grandioso como de costumbre, el cansancio y ―por qué no― el romance nos orillaron a recostarnos a recuperar el aliento mientras nos acurrucábamos y compartíamos ocasionales besos. Cada vez que nos reuníamos, superábamos la ocasión anterior y todavía no estaba seguro de cómo lo lográbamos.

         Después de estar recostados un tiempo y de hablar de trivialidades varias, suspiré profundamente y la miré. Decir que era atractiva sería quedarme corto; era perfecta. Me encantaba contemplarla en momentos como este, donde su vanidad se difuminaba con el sudor y los movimientos propios de estos encuentros: el labial corrido, el cabello despeinado y la piel sudorosa y rojiza eran un deleite para mí, aunque a ella le molestaba que prefiriera esa versión de ella y no aquella que tanto tiempo y esfuerzo le tomaba conseguir. “Estoy toda sudada, guácala”, decía, pero eso no me importaba.

         Recostada en mi pecho, me miró a los ojos. Su mirada transmitía tristeza, tal vez una pizca de preocupación. Sabía qué pensaba, qué le preocupaba, mas su mente parecía no encontrar las palabras adecuadas para expresar aquello que la angustiaba. Antes de que emitiera sonido alguno, comencé:

         ―Cada vez es peor, ¿verdad?

         ―Sí ―asintió―. ¿Qué piensas tú?

         ―Lo mismo de siempre. A mí no me molesta si a ti no lo hace.

         Suspiró y desvió la mirada. En uno de nuestros últimos encuentros mencionó cierta incomodidad, pero dijo que podría manejarlo; su expresión actual decía justo lo contrario.

         ―Me siento culpable ―dijo finalmente―. Él no tiene ni idea y me hace sentir terrible. ¿Cómo me sentiría si alguien hiciera algo así a mis espaldas?

         ­Para ser honesto, siempre he odiado esa hipotética situación. Aunque sea una base para el pensamiento empático, esos planteamientos de: “¿Qué harías si fueras tú?” o “¿Cómo te sentirías si te lo hicieran?” jamás habían tenido un impacto alguno en mi pensamiento ―o en mi moral―. Sólo asumía que era una situación terrible o un sentimiento amargo, pero nada más. “Mal, supongo”, fue todo lo que pude contestar.

          ―Exacto. Creo que deberíamos dejar de vernos. Esto no está bien.

         No pude evitar reírme. Ella me miró furiosa y se apartó con rapidez de mí. Un par de lágrimas se asomaron en sus ojos.

         ―¡¿Te parece divertido?! ¡Explícame el chiste, que no estoy entendiéndolo! ―gritó abruptamente. El color en sus mejillas se intensificó.

         ―No es un chiste ―respondí con tranquilidad―. Sólo me parece irónico que justo ahora, después de varios encuentros, me digas que esto “no está bien”. Ya lo sabías desde la primera vez que nos vimos y jamás te importó. ¿Por qué ahora sí?

         ―¡No lo sé! Es sólo que… ―hizo una pausa. Algo cambió en su mirada, como si contemplara sus recuerdos con nostalgia. Sea lo que fuere, una leve sonrisa apareció en su rostro y sus ojos se iluminaron ―. Él es diferente. Él me ama y está seguro de esto, de nosotros.

         ―¿Y qué haces aquí?

         Casi podría jurar que, si sus ojos fueran un cuchillo, ya habría muerto desangrado después de la fulminante mirada con la que me observó tras mi elocuente pregunta. A este paso, íbamos a discutir de un extremo a otro de la habitación, pues ella retrocedía poco a poco, alejándose de mí. No dejaba de mirarme con enojo, pero la pregunta se mantenía en el aire. Titubeó por un momento, como queriendo formular una respuesta convincente, pero no dijo nada.

         ―Tú sabías… No, tú sabes qué estamos haciendo, qué implica todo esto ―añadí―. Eres tan culpable como yo; eres tan mala persona como yo. No lo merecen, claro, pero ya lo hemos hecho y más de una vez, he de decir.

         ―¡Basta! ―me interrumpió. Su grito se vio acompañado de las ya bien formadas lágrimas que recorrían su rostro ―. ¡No somos malas personas!

         ―Sí, querida, sí lo somos, y pensé que estabas de acuerdo con eso.

         Extendí mis brazos hacia ella, invitándola a un abrazo. Dudó por un momento, pero finalmente se acercó y se acurrucó en mi pecho. Entre sollozos repetía que no éramos malas personas, como si eso fuera a cambiar nuestros encuentros, nuestros actos, nuestra culpa. Yo sabía que era una mala persona, pero no me veía afectado por ello. No sé si era mero cinismo o si era muy consciente de mí mismo, pero bien dicen que una vez es un error; dos veces, una decisión, ¿no? Yo descubrí qué clase de persona era desde hace años y me he negado a cambiar. Tal vez busco evitar enfrentar otra clase de problemas; tal vez mis acciones son el resultado de lo que pienso y he aprendido a lo largo de la vida y soy congruente con eso; tal vez soy un idiota hedonista y egoísta declarado que no tiene respeto por sí mismo ni por quienes me rodean. Quién sabe.  

         ―¿Entonces esta es la última vez? Necesito saber qué quieres ―. Ella asintió y se acurrucó con más ganas. Le di un beso en la cabeza y dejé que sollozara tanto como necesitara.

         La velada terminó como siempre lo hacía. Cada quien a punto de partir a sus respectivos hogares, compartimos un beso antes de irnos. Ella repitió que era la última vez, así que sonreí y asentí. Aunque se fue segura, sé que sólo es cuestión de tiempo para que un mensaje aparezca y nos reencontremos en este lugar. Como de costumbre. 

 

Título de una canción de Enjambre