Este cuento me lo regalaron, además de que me dieron el permiso para publicarlo. ¡Disfrútenlo!
Sus
helados piecillos volvieron a pasearse entre las hojas caídas de aquellos
árboles que solían llenarse de porquerías; el año estaba casi acabando, así que
era obvio que estuvieran mudando de hojas. Para crear nuevos recuerdos.
Tal vez era por eso mismo que todo aquél
intrigante bosque estaba lleno de olor a café y gusto a mantequilla de maní.
Volvió a temblar un poco más por el frío
que últimamente rondaba aquél lugar, y se le antojó escabullirse en una gran
cobija sobre un mullido sillón. Con lo perezosa que gustaba de ser.
Pero aquello era un lujo que no podía
permitirse; por supuesto que no. Como antes lo había remarcado, el año estaba
llegando a su fin, y era su labor hacer, por llamarle así, un recuento de los
daños.
Se encontró, por supuesto, con el torcido
árbol en el que vivían estos pequeños seres a los que llamaban emociones; la
ira estaba un poco descontrolada últimamente, y era obvio que la pereza no iba
a hacer nada al respecto, porque estaba muy ocupada confabulando con gula, para
jugarle una mala pasada a confianza. Echó un vistazo a aquellos pequeñines, y
echó en falta a algunos; tal vez se encontraban en otro lugar, causando más
estragos.
Le pesó la idea de pasearse por aquellos
lugares, pero no había más remedio. Sobre todo porque tenía razón.
En el lago de memorias, nostalgia miraba
todo, prendada de un bello osito de felpa blanco; suspirando como una joven
enamorada. Le gustaba perderse en los recuerdos pasados que estas épocas le
traían a flote en aquellas aguas. Ella, por lo menos, lucía calmada; no era
quien le preocupaba.
Dejó de lado aquella parte, y se dirigió a
este segundo lugar, en donde un enorme reloj aturdía sus pensamientos con el
tic-tac más molesto que hubiera podido presenciar; allí estaba el miedo,
huyendo en círculos de futuro. Tenía que admitir que esto le preocupaba. No era
que miedo fuera especialmente destacado en algo, en realidad, pero futuro había
estado amedrentando un poco a todos últimamente, y no estaba dentro de las
reglas la posibilidad de simplemente mandarlo a callar, era quien en realidad
comenzaba a mandar en estos días.
Frunció el ceño cuando, a lo lejos, pudo
ver a inseguridad corriendo tras autoestima. Esos dos tampoco habían estado
bien este año.
¡Habían peleado un montón! Inseguridad era
demasiado abrumadora con todas las demás emociones, y gustaba de asustarlas
llevándolas al cementerio de los pensamientos prohibidos. Lo cual era un
problema, porque varios fantasmas ya habían salido de ahí para causar
problemas.
Con esta idea, entonces, se materializó
frente a ella un espejo casi traslucido; se vio obligada a observarse.
Los ojos cansados y llenos de ojeras; la
piel pálida y ceniza, manchada por los nervios; los labios secos y partidos; el
cabello opaco y quebradizo, y lo más importante: huesos donde no debería haber
huesos, y carne donde no debería haber carne. Envuelto todo en aquellos trapos
dignos de esa vieja muñeca que ella estaba condenada a ser en aquel bosque surreal
llamado su mundo.
Un mundo que últimamente estaba saliéndose
de sus huevadas manos.
Suspiró derrotada, y pudo ver a
inseguridad sonreír con sorna mientras el espejo desaparecía frente a sus ojos.
Como mero requisito, quiso ir en busca de
alguien más antes de llamarlo otro año malo.
Si, encontró a amor sentada, abrazando a
un pequeño felpudo que parecía... ¿Un koala? ¿Y eso? Se acercó más a ella, y al
hacerlo, notó como sus huesos se entibiaban un poquito más; cómo los hombros
dejaban de pesarle. Quiso mirar un poco más de cerca, y entonces amor salió
corriendo entre risitas de alegría. Obviamente la siguió.
Llegó, entonces, a aquellas puertas que
sólo ella sabía qué guardaban, y vio a amor colarse tras una de ellas, así que
la imitó, y se asomó con precaución; dentro encontró no sólo a amor, sino a dicha,
a felicidad, a ilusión, a esperanza, a confianza, a tenacidad, y a orgullo,
mirando todas a la misma imagen, con aquella misma cara que pusiera nostalgia
mirando al estanque de pasado, sólo que esta vez no se trataba de viejas
memorias; esta vez incluso ella sonrió.
En el centro de la habitación, había un
muñequito como ella, sólo que él no era de trapo, ni se veía viejo; tenía
lentes, como ella, pero en su cara no brillaba sólo la inteligencia; no
sonreía, pero podía sentir la calma fluir a través de sus ojos almendrados. Y
la calidez, el calor de estar a su alrededor, le hizo sonreír como no había
hecho en tanto tiempo.
En ese mismo momento, luego de que Lorelei
rodara por enésima vez en su cama, pensando en cosas que tal vez no debería,
como las aplicaciones a la universidad, o cuánto había comido aquél día, miró
el calendario, y sonrió tan torpemente como sólo aquella persona le hacía
sonreír; era 11 de diciembre.
Eso significaba que llevaba ya medio año
con su encantador novio, y sólo pensar en aquello, le devolvía las emociones, y
le hacía querer reír a carcajadas para expresar su felicidad.
Se sintió tonta, entonces, por preocuparse
con tonterías como las que había estado pensando antes; lo mejor de su año
tenía un nombre, un apellido, y una sonrisa que le derretía las rodillas.
Y la verdad era que no importaba cuántos
problemas hubieran tenido este año, ella sabía que todo valía la pena, porque
nadie, como él, le hacía iluminarse de esa manera, con sólo pensarlo.
Era eso que llamaban amor que tanto
descontrolaba los desórdenes en su cabeza; y amaba que lo hiciera.