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01 marzo 2017

Café



El aroma del café siempre la hacía sonreír. Era un aroma peculiar, dulce y cargado a la vez, que le recordaban esos buenos ratos que pasaba con una taza del caliente líquido entre sus manos.
         Ya fueran momentos agradables —una de azúcar y cinco de crema—, o momentos tristes —sin azúcar y muy cargado—, siempre había un sabor que acompañara su estado de ánimo. Pero en esos momentos de soledad, de calma, no importaba tanto el sabor, sino ese agradable calor que le recorría la garganta con cada trago de café.
         Así se encontraba en ese momento: disfrutaba la calidez de su bebida. Miró a su alrededor. Varias personas se encontraban en la cafetería en las mesas cercanas, cada una inmersa en su propio mundo. Amigos de años con rostros inevitablemente marcados por la edad platicaban animadamente; parejitas acurrucadas en los asientos compartían una rebanada de pastel; estudiantes que parecían no parpadear trabajaban arduamente en sus computadoras. Todos lucían ocupados con sus vidas, y ella disfrutaba verlos, a cada uno, con la paciencia de una profesora del jardín de infantes, a la vez que se preguntaba cómo eran sus vidas, cuáles eran sus historias, y cómo habían llegado a ese lugar. Y aun así, la pregunta más importante seguía sin ser respondida: ¿Esas personas estarán disfrutando su café como deberían?