El aroma del café siempre la hacía sonreír. Era un aroma
peculiar, dulce y cargado a la vez, que le recordaban esos buenos ratos que
pasaba con una taza del caliente líquido entre sus manos.
Ya fueran
momentos agradables —una de azúcar y cinco de crema—, o momentos tristes —sin
azúcar y muy cargado—, siempre había un sabor que acompañara su estado de
ánimo. Pero en esos momentos de soledad, de calma, no importaba tanto el sabor,
sino ese agradable calor que le recorría la garganta con cada trago de café.
Así se
encontraba en ese momento: disfrutaba la calidez de su bebida. Miró a su
alrededor. Varias personas se encontraban en la cafetería en las mesas
cercanas, cada una inmersa en su propio mundo. Amigos de años con rostros
inevitablemente marcados por la edad platicaban animadamente; parejitas
acurrucadas en los asientos compartían una rebanada de pastel; estudiantes que
parecían no parpadear trabajaban arduamente en sus computadoras. Todos lucían
ocupados con sus vidas, y ella disfrutaba verlos, a cada uno, con la paciencia
de una profesora del jardín de infantes, a la vez que se preguntaba cómo eran
sus vidas, cuáles eran sus historias, y cómo habían llegado a ese lugar. Y aun
así, la pregunta más importante seguía sin ser respondida: ¿Esas personas estarán
disfrutando su café como deberían?